
Mis queridos trianeros ya estamos inmersos, gracias a Dios, en un verano más en nuestras vidas, porque la vida se compone de cuatros bellas estaciones que van marcando el ritmo de nuestro ánimo y espíritu. El verano nos acerca a la mar, al azul de nuestras costas personales, al caló que abanica a nuestras pestañas. El verano nos baña de encuentros, de eso hijo que emigró, el amigo que voló, o el hermano que partió en busca de mejores futuros. Y ellos regresan en instantes precisos a calmar el hambre de un abrazo, a la caricia suave de una mirada.
El verano viene a encapsular momentos para el recuerdo de un día de playa, de piscina, o de no hacer nada por el mero placer de no moverte.
El verano es tiempo para trepar a la cúspide de tu casa, encender al caer la tarde la luz de tu azotea y mirar desde lo alto a tu Sevilla como crece fogosa, qué bella es, recordarte tu suerte de vivir en ella y sentir el orgullo de tu patria chica.
El verano es parada y fonda para muchas cosas y para nada; el cuerpo te pide y tú haces sin más pretensión que dejarte llevar por la apetencia sensorial.
La vida se ralentiza y toma otros derroteros, otras costumbres. El día aplana, y las noches se alargan al sosiego de una charla mientras un airecillo fino alivia nuestras sienes. En verano las posturas se acercan o al menos se intenta, se escucha al otro, no como un agresor a mis ideas, sino un contertulio que se alía para divagar sobre lo divino y lo humano, porque el español si algo sabe hacer bien es hablar y discutir, da igual de lo que sea, el asunto es hablar y sentirse escuchado. La prisa se aleja o directamente se va a tomar vientos.
En verano, el paisaje humano varía, cambia de rostros y las visitas inesperadas traen en sus maletas los recuerdos de antiguos quereres, las nostalgias y las ansias de volver a tu terruño, aunque sea por breves días.
El verano trae en su piel grabada a fuego la palabra vacación. Da igual donde vayas, el caso es huir de esa rutina que mata, y quienes se quedan porque el parné da de sí lo que da, ven en sus callejuelas, en sus plazas y en los naranjos de antaño, el frescor de la mesura, la paz en la ausencia de esa obligación que nos impone la vida como mínimo trescientos treinta y cinco días al año.
La música en verano es sonora y clarividente, los pajarillos comienzan su serenata al alba de las cinco de la mañana. El susurro de agua caer por la fuentecilla de un patio como un remanso de paz que aflora en las entrañas de nuestras horas más plácidas, el murmullo de unas voces lejanas con sus risas incluidas, la fanfarria de una verbena y, a veces, el silencio atusa el bienestar de los tiempos muertos o en esas largas tardes de siesta en que caes plácidamente en los brazos de Morfeo.
El verano te acerca el turisteo goloso y glotón que se asoma a tu cancela tratando de adivinar cómo es tu intimidad por dentro, y la Estrella trianera, la Esperanza más bella, o la O más dulce que ninguna, son miradas por ojos escultores y ráfagas de flashes.
Así es el verano, mis queridos trianeros, de fuego y plata, de azul y noches estrelladas mientras se recompone tu figura de guerrero incansable por causas justas, por amores incombustibles, por problemas ineludibles…, por tantas cosas que, cuando llega el verano, haces un alto en el camino, recoges el sudor de la frente en tu mano, miras a lo alto, encuentras el campanario de Santa Ana repicar calmosamente, y paras tus pies para disfrutar de lo tuyo que falta te hace.
Y para despedirnos, cómo dice Jesús Daza, Triana pura, disfruta cuánto puedas.
¡Feliz semana, Triana!
M Ángeles Cantalapiedra, escritora
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