PASEANDO CON MI PERRO

¡Buenos días, Triana! Los domingos llevan en sus genes un algo especial que les confiere un letargo perezoso, sobre todo para los que trabajan durante la semana, lo degustan con agradecimiento por ese dejarse llevar por el placer de la desidia. Cambias el traje, los tacones, el coche, por un pijama y los pelos alborotados…
En una de esas mañanas festivas en las que el tiempo muda a otros modos más suaves, lentos y en las que la parsimonia envuelve tu espíritu, estaba escribiendo, enfrascada en poner una pista del asesino en un renglón que fuera evidente para el lector cuando noté las dos patas de Ron, mi perro, apoyadas sobre mí. Le miré y él giró la cabeza hacia la ventana; hay gestos que no necesitan palabras, así que cambié al asesino y el pijama por un paseo con mi perro.

Mi barrio es feo, mucho. Carece de personalidad, de calles estrechas y no siempre limpias, hasta las tiendas son grises. Sin embargo te obsequia con un bien muy preciado: la afonía. Ese silencio tan suyo y que tanto agradecen mis oídos en la gran ciudad en un domingo cualquiera. El tiempo en él parece colgado de otros ritmos, como si la prisa se hubiera quedado dos calles más atrás. Sí, sentí nada más salir del portal de este barrio feo un abrazo cálido, mostrándome dentro de su fealdad su humilde belleza, esa que has de escarbar para encontrarla, pero como todo en esta vida, hay que buscar para hallar, como sus barecillos, por ejemplo, tan anodinos como la propia esencia del barrio, han colocado unas terrazas improvisadas haciendo de sus calles una estética grata y cómplice.

Ron me guiaba y yo me dejaba hacer mientras mis ojos se adentraban por las callejuelas de una mañana templada confundiéndonos entre otros paseantes, disfrutones como nosotros, que saboreaban la calma y esa luz tan extraña que nos entregaba ese día otoñal.

Así, llegamos al parque, ese pulmón secreto del que disfrutamos los que aquí vivimos. Hacía muchos, muchos años que no me dejaba perder por sus cuestas y bajadas, por sus rincones recoletos, por su charco de patos de plumaje verde.
Los árboles tricolores entre el aceituno, la tierra y el bermellón, y el césped de un verde acariciado por las últimas y torrenciales lluvias. Sus ramas dejaban pasar ese sol otoñal que a una hora más o menos imprecisa es un membrillo en flor. Incluso encontré la madriguera de los juegos infantiles de mis hijos y, entonces, cerré los ojos para escuchar el eco de sus voces de ayer. A mayores, puse la palma de mi mano en la corteza del árbol y sentí la mano chiquita de aquellos niños escondiéndose de la emoción turbada que provoca un juego.

Cuando volví de aquellos recuerdos me encontré a mi perro revolcándose en un césped tan brillante como hermoso, de un aceituno verdoso digno de pintar en la mirada. Una oreja la tenía al viento y la otra al aire de una mañana suave.

Aún paramos en el estanque y creí escuchar la voz de uno de mis hijos “Mami, mami, patos, patitos”…Ron alargó su cuello para chupar sus picos negros agitando alegremente el rabillo rubio, y yo me agaché a su lado a acariciar su ternura perruna.
Volvimos a casa lentamente, muy despacio, tragándonos la afonía calmada, el rumor del tiempo en reposo, esa balsa de aceite en que se habían convertido unos minutos imprecisos.

Y ya estando de vuelta, desde el jardín colgante que es la terraza de casa, Ron y yo perdimos la vista en la lejanía mientras los tejados se pintaban de colores, los de antaño y hogaño que, antes de partir el sol, en ese momento en que el astro convive con la luna, los edificios se visten de oro y la fisonomía del barrio desde este jardín flotante se convierte en un mágico lugar de radiantes y tostados perfiles de un alfoz, morería, ensanche, judería…, que siendo feo, da a sus habitantes lo mejor que posee… La quietud de las horas doradas a una luz que no he visto en otro lugar.

¡Triana, Cómo me ha gustado dar este paseo contigo! Aunque, si te soy sincera, yo, ahora mismo, me sentaba en San Jacinto a morar en tu piel trianera, y tomarme un cafelito en Las Columnas mientras degustaba una tosta de aceite. Después, lentamente, me iría a ejercer mi derecho a votar.

Antes de partir, quiero susurrarte algo al oído, que solo lo oigamos tú y yo, ¡Guapa, guapa, y guapa!

M Ángeles Cantalapiedra, escritora
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