Soldaditos de plomo

Un día más husmeando la prensa y el hartazgo me consumía. Más de lo mismo, los rostros de siempre, análogas noticias, periodismo sin pasión, artículos no muy bien redactados… Iba a tirar la toalla cuando en el móvil sonó la llegada de un WhatsApp. Cuando leo, olvido el teléfono, me distrae demasiado, pero esa tarde la daba por perdida, así que leí la comunicación; era de uno de mis hijos que me enviaba un enlace. Lo abrí y al primer renglón, supe que había una esperanza…

Me leí el artículo sin respirar, tragándome las letras sin masticar, pero mi pequeño intelecto me decía que en aquellos renglones había alma. El firmante del artículo no me sonaba de nada. Me fui a Google a husmear. La primera sorpresa es que era de un periodista de apenas cuarenta años con una trayectoria impecable que había pasado por varias redacciones por su comunidad autónoma. Para cerciorarme que mi lectura no había sido un espejismo, busqué más artículos; el mismo corte, esencia, sustancia y espíritu. Una voluntad férrea de involucrar al lector con sus palabras. Bien cocinadas, sencillo lenguaje, con un ritmo pausado pero directo al objetivo.

El artículo de marras que encandiló, primero, a mis ojos y, luego, a mis sensaciones hablaba de la muerte. Bueno, más bien de la hipocresía humana y sus comportamientos sociales; ese termo que todos nos ponemos cuando salimos al mundo a codearnos con nuestros semejantes, usando a nuestros homólogos dependiendo las necesidades que tengamos en un momento determinado y, cuando las hemos satisfecho, a esa persona la tiramos a la basura y nos olvidamos de ella.

Contaba la bella historia de un hombre hecho a sí mismo, Martín, se llamaba. Voluntarioso, trabajador infatigable que hizo mucho por su comunidad. Un buen día la buena estrella se terminó; la vida de un empresario puede durar hasta los confines de su vida o bien, un revés la volatiliza. A Martín, agasajado por su comunidad siempre, le pasó lo segundo.

Las cosas para este hombre fueron de mal en peor hasta que una enfermedad, de estas que vienen sin aviso, le pulverizó, pero él siguiendo con su máxima de discreción, combatió su mal sin hacer ruido, tal como había caminado su vida.

Murió con cincuenta y cuatro años “Es curioso cómo hay personajes de gran dimensión pública que se mueren en un silencio clamoroso”, reflexionaba el periodista después de que Martín hubiera sido mucho, muchísimo, en su ciudad, pero sus conciudadanos le habían dado hacía tiempo la espalda, y a Martín no se le consideró con derecho a una muerte tronante, ni siquiera de agosto que como no hay gente en la ciudad, el funeral se celebra en septiembre. Ni siquiera se despachó su muerte con un mensaje de pésame, ni un velatorio, ni esquelas que bramen una pérdida multitudinaria. No, murió en sigilo, y solo Dios y los suyos supieron de su muerte; quizá, en alguna barra de bar, alguien le nombró, no sé.

La sociedad había perdido la memoria, para ellos Martín no era nadie… No conocí a este hombre, pero las palabras del periodista achicaron aguas por la tristeza de nuestro comportamiento humano y abrieron las compuertas de mi sensibilidad.

¿Saben? Martín coleccionaba soldaditos de plomo; más de tres mil piezas conformaban su tesoro… Espero, deseo, que su familia no se haya deshecho de ellas porque todos, aunque la inmensa mayoría seamos invisibles a esta sociedad cainita, todos somos unos bellísimos soldaditos de plomo.

M Ángeles Cantalapiedra, escritora
©Al otro lado del tiempo ©Mujeres descosidas ©Sevilla…Gymnopédies