
-Mira que carita, Joaquín, pero si es el sol mismo…
-Si, mujer… tiene la luz de Dios en los ojos… deseando estoy que crezca, para llevarle conmigo a los campos… le enseñaré los cielos y las blancas nubes, la caricia del viento sobre el trigal y el vuelo de las tórtolas sobre los olivos, el crujir de la cigarra, la alegre copla del agua sobre los regatos y la línea sin final de la besana, y de los caminos…
-Mucho, mucho,… vas a enseñarle tú, Joaquín, a mi me parece que este niño es más del cielo que de la tierra, y tú lo sabes…
-Pero Ana, mi nieto… quiero que aprenda de la naturaleza, la bondad de Dios hecha espiga, su mano inmensa y omnipotente posada sobre los sembrados…
-Joaquín, tú sabes quién es.
-No, no estoy seguro…
-También dudabas cuando Dios envió los ángeles al marido de Isabel, que era estéril, para anunciarle que iba a ser padre, ¿recuerdas?
-Pero…
-¡Joaquín!
-Pero Ana…
-El niño quiere dormir, Joaquín, anda, vete al campo, a caminar, déjame cantarle la nana…
Y entonó aquella señora
la cancioncilla a su nieto,
y subió hasta las alturas
la agitación de su pecho,
con dulzura de confite
y melodías de ensueño.
Duérmete niño, duérmete bien
en la cuna bendita
de San José.
Que te la hizo
con troncos de romero
y de lentisco.
No te distraigas niño,
con las campanas,
que está en la cabecera
tu abuela Ana.
Mientras te vele
no habrá nada en el mundo
que te despierte.
Con su velo te cubre,
cariño mío,
si acaso recelara
que tienes frío.
Tonadillas de almíbar,
miel y canela,
mientras que el niño duerme,
canta la abuela.
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